viernes, 1 de marzo de 2024

Unboxing literario: la vida subterránea de Norbert Casteret (III, de Labastide a Esparros)

Continuamos el repaso del libro de Norbert Casteret "Mi Vida Subterránea" donde lo dejamos: la conversión de Norbert de explorador suicida a científico prudente y sistemático, tras el descubrimiento de su famosa Gruta Helada, en el Pirineo aragonés. Aunque, como la cabra siempre tira al monte, lo que le gustaba era la adrenalina, las emociones fuertes, como las que iba a sentir en la siguientes exploraciones.

Estamos en 1930; nuestro querido amigo llega al pueblo de Labastide-de-Neste con el objetivo de explorar el cauce de un riachuelo, que atraviesa el pueblo hasta introducirse en una gran cueva saliendo dos kilómetros más allá, en el pueblo cercano de Esparros, que trataremos posteriormente. Un amigo de su padre le había chivado que dentro de la cueva había vestigios prehistóricos, lo que animó a Norbert -más bien le confirmó- a efectuar la travesía subterránea. También le dijo que los patos que se introducían en la cueva salían por el otro lado ciegos y sin plumas, apelando al rollo mistérico que suelen ostentar este tipo de lugares, algo muy imbricado en el subconsciente humano. Como dice Juan Eduardo Cirlot en su Diccionario de Símbolos, referido al término cueva:

La cueva, gruta o caverna tiene un significado místico desde los primeros tiempos. Se considere como «centro» o se acepte la asimilación a un significado femenino, como lo haría el psicoanálisis desde Freud, la caverna o cueva, como abismo interior de la montaña, es el lugar en que lo numinoso se produce o puede recibir acogida. Por ello, desde la prehistoria, y no sólo por la causa utilitaria de esconder y preservar las imágenes, se situaron en grutas profundas las pinturas simbólicas de los correspondientes cultos y ritos.

Gran porche y riachuelo que se mete en la montaña: la cueva de Labastide (google maps)

Así que, animado por el atractivo de lo numinoso, Casteret se introdujo en el gran porche, se desvistió y, cogiendo su mítico compartimento estanco con velas, se introdujo en el río gélido hasta llegar a un sifón laminar, impenetrable híbrido de sifón y laminador. Tiritando de frío, salió del torrente hasta acomodarse en una pequeña playa lateral:

La marcha casi reptante, la crispación continua de los músculos, la baja temperatura y también una cierta aprensión, me han cansado y dejado jadeante, y decido descansar unos instantes sobre un banco de arena, una minúscula playa, que veo a mano derecha. Me arrastro hasta allí procurando alejarme cuanto pueda del agua, donde estoy metido todavía, y he aquí que de pronto ruedo por esta arena y me encuentro bajo una bóveda un poco más elevada que me permite incluso sentarme y recobrar el aliento antes de emprender el regreso a la luz.

Fiel a su estilo no se conformó con quedarse en la playita, sino que allí encontró un pasadizo que le llevó a una gran sala, acceso de otra caverna desconocida. En ésta, Norbert empezó a sentirse mal:

Avanzo deprisa, febril. ¿No me apresuro demasiado? ¿El agua fría me ha indispuesto? De pronto me siento débil y fatigado; me zumban los oídos, y me duelen las sienes. No me he desvanecido nunca en mi vida, pero tengo la impresión que esto va a producirse ahora. Me apoyo en la pared, me sobresalto y vuelvo rápidamente a la sala, donde me siento sobre una roca. La respiración vuelve a su ritmo normal, la cefalea desaparece y empiezo a comprender lo que me ha sucedido.

Efectivamente, lo que le pasaba es que se estaba ahogando por falta de oxígeno, desplazado por el exceso de dióxido de carbono:

En un recodo del pasillo por el que avanzaba confiadamente, acababa de encontrar el enemigo más temible e insidioso de los espeleólogos: el gas carbónico… Fenómeno raro, y tanto más peligroso por lo poco frecuente, este gas existe a veces bajo tierra, sin que se descubra o se sospeche por ser inodoro. Lleno mis pulmones del aire vivificante y fresco de la sala, y me acuerdo en este momento de un detalle que confirma la presencia de gas carbónico en el vestíbulo: la llama de mi lámpara de acetileno, aquí normal, se había atenuado y vuelto amarillenta en el momento que me sentí desvanecer. A ella también le faltaba oxígeno…

Un mes más tarde Norbert volvió a la cueva para ver si el gas se había largado a otra estancia, lo que le llevó a descubrir un kilómetro más de cueva hasta llegar a un impenetrable sifón, en lo que él llamaría las peores imprudencias del principio de su carrera. No contento con esto, el insaciable Norbert -haciendo suyo el nunca bastante de San Francisco de Asís- encontró una sima cercana con grabados parietales, uno de ellos una impresionante cabeza de león rugiente, entre otros grabados y pinturas.

Espectáculo de luz en Labastide (www.espace-prehistoire-labastide.fr)

Hoy en día las grutas de Labastide (Casteret descubrió varias) constituyen el Espacio Prehistórico de Labastide, donde se homenajea a Casteret a la francesa, con respeto y cariño. No como nosotros los españoles, que parece que encumbramos a los mediocres ignorando a los grandes; una pena, coño.

Las siguientes pesquisas de Norbert, entre 1930 y 1931, fueron espectaculares en el ámbito científico, y por ser pionero en el empleo de productos químicos para resolver problemas hidrogeológicos

Mapa del recorrido subterráneo de la fuente del Garona (norbertcasteret.net)

El problema era el siguiente: el río Garona -que es como el Ebro francés desembocando en el Atlántico- posee una surgencia -una cascada- enorme que lo nutre, el Guelh de Joeu, en la parte francesa de los Pirineos. En la parte española, justo al otro lado de la surgencia, hay un sumidero llamado el Forau de Aigualluts, que recoge las aguas de deshielo del Aneto y las montañas circundantes alimentando -en teoría- el español río Ésera.

Norbert y sus acompañantes, con los barriles de fluoresceína  en el Forau de Aigualluts (norbertcasteret.net)

Norbert sospechaba, contra la opinión general, que el agua que se introducía en el Forau no iba al Ésera, sino que cruzaba los Pirineos hasta Francia, para salir por el Guelh y alimentar el río Garona. Sus alarmas saltaron cuando, en 1931, se enteró de que el gobierno español pretendía construir una presa hidroeléctrica aguas arriba del Forau de Aigualluts, lo que hubiera secado el Garona y, peor aún, socavado la grandeur francesa, cosa que nuestro amigo no podía tolerar, como francés de pura cepa.

El forau d’Aigualluts, el sumidero que lleva aguas al Garona (travesiapirenaica.com)

Ni corto ni perezoso decidió -con un par, como era su costumbre- probar su hipótesis, consiguió 60 kilos de fluoresceína para verterlos por el Forau y comprobar por dónde salía el agua coloreada. Organizó dos equipos, uno en el Guelh y otro, el suyo, que echaría la fluoresceína por el Forau, en la parte española:

Finalmente había llegado el crepúsculo; era el momento conveniente. Sacamos los pequeños barriles de su escondite haciéndolos rodar hasta el borde de la cascada. Isabel y yo empujamos el polvo oscuro, que echamos en el agua y la vimos transformarse instantáneamente en un verde fluorescente. El colorante impregnó rápidamente el torrente entero y la capa de agua que dormía al fondo de la sima. En tres cuartos de hora lanzamos así los sesenta kilos, con los recipientes acusadores incluidos.

Río teñido con fluoresceína (Science Image Library)

En la cascada del Guelh se encontraban la mujer de Casteret, Élizabeth, y sus amigas, que no tardaron en ver cómo el agua salía verde. Esto demostraba la tesis de Casteret, paralizando el proyecto español de la presa:

La misma tarde de aquel 20 de julio de 1931, tras una larga marcha, el «Equipo Garona» encontraba al «Equipo Ésera» en el lugar convenido. Mi mujer y sus amigas no habían visto ninguna coloración en el Ésera, pero mi madre y yo habíamos encontrado el Guelh de Joeu transformado en una tromba de agua de un verde esplendente que persistiría durante veintisiete horas y se propagaría una cincuentena de kilómetros, atestiguando así pública e irrevocablemente que el Garona nacía en el glaciar del Aneto, en el punto culminante de los Pirineos.
Este descubrimiento hizo más famoso a Norbert, lo que propició que, en 1932, una empresa hidroeléctrica francesa contactara con él para averiguar el destino de un misterioso torrente que desaparecía bajo tierra en una zona de fisuras calcáreas, cerca de Ariège: la gruta de la Cigalère.

Los Pirineos tras el porche de la gruta de la Cigalère

En su primera incursión localizó el curso subterráneo metiéndose por un agujero en la ladera de la montaña, pudiendo progresar seiscientos metros hasta llegar a varias salas plagadas de maravillas subterráneas, entre ellas las populares excéntricas:

Pude observar en esta ocasión que la víspera había atravesado una inmensa sala sin darme exacta cuenta de sus proporciones, realmente extraordinarias, Pasamos más allá de donde había quedado el día anterior y fuimos recorriendo, en un trayecto de seiscientos metros, otras salas con profusión de estalactitas y de cristales de yeso en una disposición maravillosa, como no la había visto nunca y como no los he vuelto a ver, tan puros y en tanto número. Esta caverna excepcional escondía providencialmente el curso de agua que se me había pedido que investigara, y ofrecía además panoramas de una riqueza inusitada.

En la siguiente incursión Norbert remontó el torrente subterráneo otros dos kilómetros, hasta que se encontró una cascada vertical de diez metros de altura.

Excéntricas en la Cigalère (frenchcaves.com)

Sacó una pértiga metálica desmontable -Norbert era una ferretería andante- con la que consiguió remontar esta cascada y otras muchas, hasta llegar a una insalvable, de 18 metros de altura:

Sin dudar un instante, y con un magnífico optimismo, decidí proseguir la exploración con mi esposa y escalar la cascada con ayuda de una pértiga metálica desmontable que nos servía de cucaña. Al cabo de unas sesiones memorables, llenas de caídas al agua y ejercicios peligrosos, conseguimos avanzar penosamente hasta la octava cascada, de quince metros de altura, situada a unos tres kilómetros de la salida. Al fin entreví, a través de la espuma y la bruma de las caídas de agua, una novena cascada que por lo menos contaba con unos dieciocho metros de altura y que realmente juzgué insuperable.

Norbert remontando la cascada con pértiga, en la Cigalére

Aquí terminó, por motivos técnicos, la exploración del torrente desde esta cueva. Aún así, este contratiempo le animó a peinar la zona superior en busca de más agujeros donde meterse y poder regresar al río subterráneo, aguas arriba.

Encontró un pequeño pozo y, tras descender 20 metros por la cuerda lisa, el torrente de marras, que descendía por otros pozos por los que no podían descender solo con cuerdas. Consiguieron escalas metálicas y descendieron estos pozos, bajo una ducha de agua a la temperatura de dos grados y derrubios de fango y piedras, todo muy agradable. Así descubrieron lo que, en ese momento, era el abismo más profundo de Francia, otro éxito de nuestro amigo:

Pero, pese a todo, seguimos hundiéndonos cada vez más profundamente, hasta que fuimos detenidos por una grieta impenetrable en la que sólo el agua podía introducirse. A falta del punto de unión con la gruta que esperábamos descubrir, y que resultaba imposible, alcanzamos una profundidad de trescientos metros, que hacía de este abismo el más grande de Francia. Lo bautizamos con el nombre de Sima Martel en homenaje a nuestro maestro y amigo E. A. Martel. Había también una razón utilitaria que no debíamos olvidar, aquélla por la que me había sido encargada la misión de investigación y exploración del curso subterráneo. Con mis indicaciones se dio lugar a la creación de un túnel en el flanco de la montaña, que venía a desembocar en la sima Martel, justamente entre dos cascadas. Una pequeña presa fue construida en este punto, lo cual permitió sacar a luz y encauzar por un conducto hasta el colector general de la Unión Pirenaica Eléctrica las aguas que hasta entonces se habían perdido improductivas en las entrañas del monte. Nuestra misión había quedado cumplida y alcanzado nuestro fin.

Unos años más tarde, en 1937, Norbert ya se había echado un par de "becarios" a la espalda, con los que estaba muy contento a pesar de tener que renunciar a la soledad que tanto le había aportado. Hicieron una prospección por el municipio de Esparros, muy cercano a Labastide, y un pastor les informó de un agujero ignoto, que descendieron con escalas hasta una profundidad de 20 metros.

La cueva de Esparros y sus concreciones de aragonito (CNRS)

Llegaron a una ventana estrecha por el que salía un vientecillo delator. Ni cortos ni perezosos se liaron a ensanchar la gatera con buriles y martillos, para desembocar en un estrecho pasillo:

La caverna continuaba aún, o por lo menos la corriente de aire conductora provenía ahora de una nueva gatera, mitad rocosa, mitad terrosa, en la que me introduje. Conseguí forzar esta abertura, y llegando a un pasillo muy accidentado, fui conducido a una gran sala, cuyo suelo casi hundido dejaba entrever el orificio de un pozo interno al que no pude descender solo y sin aparejos como me encontraba. Bauticé este lugar «Sala del 25 de junio» y me volví a la gatera que Gattet se estaba empeñando en ensanchar, Le informé de mi progresión y de las perspectivas llenas de promesas que ofrecía nuestra Sima de Esparros, como decidimos llamarla.

Unos días más tarde volvieron con el objetivo de ensanchar las gateras, con la presencia de la gran Elizabeth Casteret, que moriría cuatro años más tarde tras el nacimiento de su quinto hijo.

Norbert en la cueva de Esparros (norbertcasteret.net)

Fue ella la primera que accedió a unas salas plagadas de concreciones de aragonito y formaciones excéntricas:

Tentada por lo que le había contado sobre la sima de Esparros, esta vez Isabel vino con nosotros. Mientras trabajaba con Gattet en el ensanchamiento de las gateras, mi mujer se adelantó sola hasta la «Sala del 25 de junio» y recorrió una serie de pequeñas galerías y salas secundarias, de las que regresó entusiasmada por el descubrimiento en ellas de ramos de estalactitas excéntricas, de las que nos hizo una descripción tan entusiasta que, abandonando nuestro trabajo, fuimos también a admirar su hallazgo.

Pero faltaba lo mejor aún. Descendieron otro pozo de cuarenta metros hasta un pasillo impresionante:

 Las paredes estaban tapizadas, sobrecargadas de miríadas de borlitas, pompas blancas que formaban la más delicada y suntuosa decoración que imaginarse pueda. Me detuve maravillado ante enormes floraciones centelleantes que colgaban del techo, como ramos de lilas blancas, suspendidos a la altura de mi cara. Al observarlos atentamente di media vuelta, reteniendo instintivamente el aliento, tan frágiles parecen estos encajes minerales, Su fragilidad es real, y no se los puede siquiera rozar. En la calma solemne de la caverna, en la que nada se mueve, ni siquiera un pequeño soplo de aire, donde la temperatura es siempre inmutable, estas lilas blancas se han elaborado, han florecido en el curso de siglos y de milenios sin fin. Esta floración suntuosa ha llegado a su abertura completa y perfecta; cada una de aquellas flores minerales presenta una blancura ideal, de lirio; cada cristal centellea bajo el fuego de mi lámpara.

Haciendo el cabra en la sima de Esparros

Regresaron a la cueva en 1940, al comenzar la Segunda Guerra Mundial, para cumplir con una misión secreta de los servicios de inteligencia de Francia. Tenía que esconder tres grandes sacos llenos de documentos secretos, y Norbert pensó que la sima de Esparros era el mejor lugar para ello:

El Ejército nos había confiado tres grandes sacos conteniendo documentos y papeles ultrasecretos, con la orden de esconderlos en lo más profundo de la caverna que elegiríamos para sustraerlos al enemigo. Después de haber descendido a la sima y haber deambulado por los complicados pasillos, realicé una escalada acrobática hasta lo alto de una chimenea donde conocí un pequeño reducto muy seco. Gattet se quedó abajo, envolvió los tres sacos en grandes fundas de goma y los ató a una cuerda que había traído yo y que había ido desenrollando. Icé, pues, los sacos y los instalé cuidadosamente en aquel escondite. Y allí quedaron cinco años, hasta el fin de la guerra.

Le cogió gusto a esto de ocultar papeles y, en 1941, lo amplió a las armas, por eso de la diversificación:

Fue así que una noche oscura y de lluvia (escogida a propósito), del invierno de 1941, pudimos introducir y esconder diez toneladas de armas en cajas en la gruta de Montsaunés (mi primera gruta). Tras consignar este importante depósito, la entrada de la gruta fue obstruida y disimulada. Dichas armas fueron recuperadas y utilizadas en 1943 por el Ejército Secreto, y sirvieron a la Resistencia.

De esta forma tan aventurera terminamos esta tercera entrega de la aventuras de Norbert Casteret, ten merecedoras de reconocimiento. En una cuarta entrega repasaremos las últimas aventuras reseñadas en su libro "Mi Vida Subterránea", de lo más recomendable para cualquiera que se atreva a soñar que lo imposible puede, en ocasiones, convertirse en real.

CONTINUARÁ

jueves, 1 de febrero de 2024

Rutas anárquicas: el Tajo, de Altomira al Salto de Bolarque

Continuamos con nuestro periplo aguas arriba del Tajo donde lo dejamos en la entrada anterior, junto al cerro de la Pangía, el Uluru alcarreño margoso y blanquecino. Como de costumbre, las fotos son del que escribe a menos que se diga lo contrario.

Desde este punto seguimos por la carretera CM-200 admirando la bella paramera alcarreña y los frondosos sotos del Tajo. A la izquierda el acceso a la central nuclear de Zorita y su interesante poblado -no visitable- con calles en espina de pez, proyectado por Antonio Fernández Alba en 1965.

Puerta de la villa de Almonacid de Zorita
Llegamos a Almonacid de Zorita, una agradable localidad bañada por los aires saludables de la sierra de Altomira, nuestro destino inmediato. Para ello tiro hacia el cementerio del pueblo, por la calle de la Ronda -una circunvalación a lo M-30- hasta llegar a una puerta que parece los restos de una muralla. Cojo, frente a la puerta, el camino del cementerio, una carreterilla que asciende por el piedemonte occidental de la sierra de Altomira.

Setitas de San Antón
La carretera deja un mirador a la izquierda, por donde emerge el cerro Cirujano dominando el paisaje olivarero. Un poco más allá, la ermita de San Antón surge como una aparición mariana: algo que no se espera, o sí, en un lugar como éste. 

Vista expansiva desde San Antón

Aparco en un lugar habilitado a tal efecto, a la izquierda, rodeado de buenos ejemplares de pino carrasco, encinas y aromáticas. Allí me sorprende -es una licencia literaria, realmente no me sorprende- un merendero, con sus mesas y asientos en forma de seta; tal vez se hayan inspirado en una Amanita cistetorum, de pie blando y sombrero gris, que vive en este tipo de hábitats mediterráneos. La vista, desde este lugar, es tremenda: al fondo el cerro de la Pangía y las cárcavas de Tajo; a la izquierda, el castillo de Zorita flotando sobre el pueblo; a la derecha la ladera occidental de la sierra, que discurre en perfecta alineación norte-sur. El suelo se compone de carniolas y arenas de Utrillas, blanquecino y disgregado.

Ermita modernita
Con el puntito guay, regreso a la ermita (construida en 1995) y me fijo en su cabecera pétrea pero moderna, alero volado y cuerpo superior cilíndrico cortado en triángulo. La cubierta de la nave, a dos aguas, se eleva hasta la entrada frontal donde, a través del enrejado de la puerta, se atisba una virgen bañada en luz, en un claro rollo místico-campestre. Agradable, oiga.

Refugio y fuente de San Antón

Sigo por la carretera y, a unos 200 metros, cojo una pista empinada a la derecha que me deja frente a una gruesa morera. Puro silencio solo interrumpido por unos pajarillos que beben de la delgada lámina de agua, donde la fuente de San Antón vierte sus frescas aguas. Al lado un refugio que, como la fuente, fue construido en 1997, en mampostería careada irregular. Unos bancos corridos rematan el conjunto del merendero, muy agradable.

El Club Náutico Bolarque, al loro lo de arriba a la izquierda

Sigo por la carretera y, a unos 300 metros, cojo la bifurcación a la izquierda. Bajo serpenteando entre el fresco y sombrío pinar, hasta llegar al Club Náutico de Bolarque.

Lanchas, botes y otras embarcaciones se agolpan en este remoto enclave, a orillas del río Guadiela y encajonado por las laderas sombrías de pino carrasco y los cortados de margas, dolomías y calizas, donde anidan buitres leonados y águilas perdiceras, entre otros pajarracos de buen porte.

El "Algarrobico de la Alcarria", flipa colega
Recorro el "paseo marítimo" hasta el final. A la derecha y arriba, lo que parece un edificio a medio construir emerge de los pinos. Consulto el Catastro Virtual y no sale nada en esa ubicación, con lo que atufa a corruptela urbanística de primer orden. Cojo el sendero que sale a la derecha y lo recorro hasta que llego al edificio.

Casi nada: una mole de unos diez pisos con decenas de balcones picudos, orientados hacia el lago, en lo que parece ser un hotel o residencia a medio construir, una auténtica barbaridad en un entorno así, una especie de Algarrobico de la Alcarria. En un extremo se puede observar el semisótano, donde se aprecia la estructura metálica, el arranque de la cimentación y las tuberías de saneamiento a medio hacer. Si hubiera tenido a mano TNT, napalm o un lanzallamas -cosa harto difícil e incluso mal vista en la Unión Europea- lo hubiera volado yo mismo.

Desde el mirador: club náutico sobre el Guadiela, el "Algarrobico de la Alcarria" y el depósito del trasvase Tajo-Segura

Subo al mirador, sobre un promontorio que domina el curvado meandro del Guadiela entre la torturada orografía de la sierra de Altomira: la vista es magnífica y el merendero anejo muy de tortilla, filete empanado y cocretas

El complejo "Playa", en mantenimiento

Sigo la carretera hasta el vallado y cerrado complejo "Playa de Bolarque", lugar habilitado para el baño, con jardines, chiringuito, zona infantil y actividades varias. Muy agradable, pero en verano debe ser un sálvese quien pueda.

Cañón del Guadiela

Sigo por la carretera en dirección sur remontando, a media ladera, el río Guadiela, que queda a la izquierda formando un cañón calizo cada vez más escarpado.

Pista iluminada que lleva al "Fin del Mundo"

Recorro unos kilómetros a media ladera, hasta encontrarme con una bifurcación que me lleva a un moderno polideportivo. Dejo el coche y cojo una amplia pista en dirección norte, que lleva al rimbombante paraje "El Fin del Mundo". Una depuradora de aguas fecales me da la bienvenida de forma poética, y me fijo en las descontextualizadas farolas que alumbran el enfangado camino y la pared rocosa que se va cerrando por el norte, encajando el esmirriado arroyo Jabalera.

La ermita de San Lorenzo

Llego a un ensanchamiento, una cerrada del cañón que realmente es un giro del cauce hacia el sur. El paisaje es muy sereno, como eterno, parece que el tiempo se detiene, qué gosaera. A la derecha una pequeña ermita -la de San Lorenzo- se apoya en la pared caliza. Tiene dos pisos: en el bajo, San Lorenzo sobre una pared pintada de colorines; en el -1 una Virgen domina un zulito blanco, desconchado, húmedo. Un gran sitio para relajarse y meditar, sin duda.

La urba "Nueva Sierra de Altomira"

Regreso al coche y cojo la calle que bordea el polideportivo, proponiéndome llegar a un lugar que promete, un tal mirador de Cuenca. Me interno en una enorme y diseminada urbanización denominada "Nueva Sierra de Altomira", un laberinto de retorcidas calles y alternancia de parcelas vacías y chalets de aspecto ochentero, sin referencias de orientación: se dice de ella que es la más grande de Europa. Trato -acojonado ante la angustia existencial causada por la duda ante los numerosos cruces de vías- de dirigirme hacia el este, hacia el límite con la provincia de Cuenca.

Torre de telecomunicaciones, en el mirador de Cuenca

Tras mucha confusión de caminos, rodeos y vueltas al mismo sitio -como un ratón en su rueda- diviso una torre de telecomunicaciones, que ya había visto en el Topográfico que coincidía con el mirador de Cuenca. Aparco y cojo el camino que bordea la cima del cerro.

El pueblo de Jabalera y la campiña conquense, desde el mirador de Cuenca

El paisaje es expansivo, magnífico: justo debajo, el pueblo de Jabalera y el río homónimo, que se interna en un recodo para alinearse perfectamente hacia el norte, encerrado en un cañón; a la izquierda los embalses de Buendía, en primer término, y el de Entrepeñas, en lontananza. En el horizonte, las sierras más orientales del Sistema Ibérico.

Regreso por donde he venido, llegando al barranco del "Fin de Mundo" y, posteriormente, al Club Náutico de Bolarque, no sin esfuerzo. De ahí cojo la carretera de vuelta a Almonacid pero, al encontrar el cruce que se dirige, a la izquierda, a la ermita de San Antón, cojo el desvío a la derecha, dispuesto a llegar al misterioso y enorme depósito del trasvase Tajo-Segura, una de las infraestructuras más grandes de España.

Llegamos al depósito superior de la impulsión de Altomira

La carretera se va estrechando por la vegetación, el firme se llena de boquetes, la progresión es dificultosa. Sobre el bosque de pino carrasco y bajo un grupo de buitres leonados que vuelan en círculos, emerge el gran cilindro de hormigón donde se reciben las aguas de los embalses de Entrepeñas y Buendía, tras ser impulsadas desde el Salto de Bolarque, salvando un desnivel de 245 metros: la impulsión de Altomira, la primera etapa del trasvase Tajo-Segura.

Vaya par de...tuberías
Rodeo el depósito hasta que encuentro dos enormes tuberías que se adentran por su parte inferior y se prolongan, en fuerte descenso como un tobogán, hacia el norte, hacia el Salto de Bolarque, donde el trasvase toma sus aguas de los embalses de Entrepeñas y Buendía, en el lugar de confluencia del Tajo y el Guadiela. A pesar de la tremenda infraestructura, reina un silencio absoluto.

Tobogán de tubos y río de niebla
Regreso al enorme tambor de Colón; la sombra de su escalera metálica se desliza formando un potente entramado; los buitres siguen ahí, viéndolas venir: parece un happening de land-art.

Regreso a la ermita de San Antón; unos cientos de metros en dirección Almonacid, a la derecha, encuentro un espacio de aparcamiento, con vistas, Al otro lado una puerta en la montaña, lo que parece la entrada de una iglesia, con su arco y bóveda de medio punto: se trata de uno de los registros de las tuberías del trasvase Tajo-Segura, que aquí van insertas en la montaña, como un túnel del metro.

Me acerco a la reja, el suelo está encharcado formando un barrizal arcilloso. En la lejanía del túnel no se atisba nada, únicamente el goteo del agua acompasado al aleteo de algún animal, quizás un murciélago u otro bicho aún desconocido para la ciencia, nunca se sabe.

Registro de las tuberías del trasvase Tajo-Segura

Llego a Almonacid y cojo su M-30 particular hacia la derecha hasta encontrar el desvío al Salto de Bolarque, donde se juntan el Tajo y el Guadiela formando una infraestructura histórica datada en 1910, con presa, estación hidroeléctrica y cabecera del trasvase Tajo-Segura: lo tiene todo para triunfar, y ahí vamos; debe haber casi de todo.

Atravieso un sereno paisaje con alternancia de olivar y gramíneas en un suelo blanquecino, carbonatado, arcilloso, hasta que empiezo a encontrar zonas de huerta y pequeñas parcelas con chalets, entre manchas de olivos y coníferas. Más adelante la señal indica que me interno en el poblado del Salto de Bolarque, con lo que empiezan a aparecer edificaciones de aspecto vetusto, como de serial de sobremesa. Encuentro una vivienda pareada con porchecitos de madera en las esquinas, donde aparco; me fijo en el llamador de la puerta del porche, triangular, muy curioso por sus motivos de ruedas, seguramente se refiera al dharma de Buda, o yoquesé qué.

Pareado con porches

Miro alrededor; todo el espacio está ajardinado a la manera de la primera mitad del siglo XX: parterres delimitados por bordillos, calles y pequeñas avenidas que llevan a diferentes edificaciones, diseminadas por esta orilla del Tajo.

Puerta con elementos de forja

Cojo el ancho camino hacia el oeste, hacia la salida del poblado. Encuentro otra vivienda pareada, con sendos accesos con tejadillo y mampostería irregular, de claro aspecto serrano. Me detengo ante la puerta de cuarterones de madera, limpia, sin pintarrajear, como si estuviera ocupada, cosa que dudo. Elementos de forja de las primeras décadas del siglo XX: un llamador, un Cristo bendiciendo el hogar y un precioso farol en perfecto estado, con la luz encendida a estas horas de la mañana.

¿Edificio industrial?
Un poco más allá, de frente, un austero edificio con aire industrial, de dos cuerpos laterales y torreta central: podría ser un antiguo edificio de oficinas ligado a la primitiva central hidroeléctrica. Lo rodeo por la derecha para descubrir un cuerpo trasero separado por un patio, ni idea de lo que es. 

Central eléctrica

Me dirijo a las torretas de la subestación eléctrica, con su chisporroteo característico, para coger el ancho camino que lleva a la carretera. Al otro lado, una escalinata asciende a lo que parece una pequeña urbanización de casas blancas.

Acceso a los barracones

Se trata de unas viviendas con forma de barracón militar, alargadas y con una puerta en esquina alojada en un vestíbulo abierto, todo blanco, con un pequeño zócalo de piedra. Estos barracones se repiten en forma de peine: una calle central y bloques simétricos, con otros dos que cierran los extremos; todo recuerda, en su morfología y colores, a algunos poblados extremeños del Instituto Nacional de Colonización.

Qué agradable

Sigo la espina central: en el suelo unos canales de drenaje y unas bocas de riego de fundición, en un suelo de adoquines; esto está muy bien urbanizado, como con cariño. Al fondo de las calles transversales, unas cocheras cubiertas con sombrajos de chapa ondulada. 

Vista desde los gallineros
Una de las callejas termina contra unas escaleras, las subo y encuentro unos viejos gallineros y pocilgas. En primer término, un garaje con muchas puertas y una especie de cortijo agrícola.

Vuelvo a la carretera y cojo una calle a la derecha, frente a donde había dejado el coche.

Viviendas preconstitucionales de diseño

Encuentro una hilera de casas pareadas, pintadas en color ocre y con unos curiosos balcones con balaustradas de madera, que quizás recuerden a las casitas centroeuropeas. Los volúmenes de sus cubiertas están muy trabajados: son viviendas de diseño cuidado, de buena factura, no como las modernas que también pululan por este lugar, a las afueras, que parecen del todo a cien.

Oigo un ruido como el de un hilillo de agua, y me dirijo a la trasera de las viviendas, donde encuentro un pequeño aljibe sobre el que una manguera, mal cerrada, emite una sonora cascadita de agua, que cierro convenientemente en un alarde de urbanidad desfasada.

Aljibe y manguera
Aprovecho para visitar la trasera de las viviendas, unas pequeñas parcelas con gallineros y despensas.

Al final de la calle encuentro las últimas viviendas, más grandes. Dentro hay luz, parece que alguien trabaja aquí. Detrás aparece la Casa de Máquinas de Bolarque, ahora convertida en museo.

Últimos pareados

Veo un camino que asciende por la ladera del monte, que cojo hasta que encuentro una pista. A la izquierda, subiendo un poco, llego a un lugar un tanto extraño, una especie de pequeña presa con contrafuertes y castilletes, justo encima de la Casa de Máquinas.

Extraña presa, sin agua

Examinando la web de la Fundación Naturgy, parece que es una especie de represa intermedia que llevaría el agua, a través de tubos en tobogán, hasta la Casa de Máquinas, donde estarían las turbinas que convertirían la energía mecánica en electricidad. Está vacía e impone, como todas las piscinas vacías.

Casa de Máquinas y represa superior (Fundación Naturgy)

Regreso a la carretera -engorilado por este lugar fascinante- para encontrar las enormes naves de la Casa de Máquinas, construida en 1910 como parte del Complejo Hidráulico Los Molinos, la primera infraestructura eléctrica del lugar. Un autobús suelta a unos chiquillos que se dirigen en fila india, como hiperexcitadas hormigas, al museo de la Fábrica de Luz. Edificio muy bonito, estilísticamente a caballo entre el regionalismo y el art-decó, con sus cercos de ladrillo en los vanos y sus rotundas torres simétricas; me hace gracia el farolillo en forma de espiral que hay en el centro de la fachada. Encima de la entrada al museo hay un reloj similar al de las estaciones de tren pero parado, como suele ocurrir en los lugares donde el tiempo se ha detenido.

Casa de Máquinas convertida en museo

Llego a un cruce de caminos: a la izquierda el puente sobre el Tajo; de frente la estación eléctrica nueva; a la izquierda un paredón calizo lleno de agujeros, la especialidad de la casa.

Me acerco a la pared, subiendo unas escaleras, para encontrar lo que parecen unas bodegas troglodíticas o encerraderos de ganado. Me introduzco en uno de ellos, que me recibe con dos grandes arcos fajones, a modo de improvisada iglesia.

Menuda covacha

En la penumbra adivino algunos elementos y utensilios: una especie de hornos, un pequeño cobertizo y una escalera que sube a un nivel superior. En la entrada, una pileta o abrevadero.

A la derecha encuentro otra cueva, más pequeña, oscura, con su puerta de madera entreabierta. Dentro no encuentro pinturas rupestres, ni siquiera estalactitas: qué bajón.

Otra bodeguita

Más a la derecha una verja lleva al tobogán entre la presilla superior -que hemos visto antes- y la Casa de Máquinas. Me pregunto cómo llegaría el agua hasta esta presilla, quizás encuentre una antigua canalización desde la presa mayor. Vamos a ello.

Castilletes y tobogán

Tiro por la calle asfaltada que asciende pegada a la pared caliza, desde donde admiro la presa de Bolarque y la estación eléctrica inferior, bastante moderna.

Presa de Bolarque y subestación eléctrica moderna

Un poco más adelante, a la derecha, encuentro un acueducto con contrafuertes y un túnel con verja, que quizás llevara el agua del embalse hasta la presilla primitiva, que acabamos de ver. Arqueología industrial de la buena, oiga.

Acueducto del canal de la primera subestación eléctrica
Después encuentro el par de tuberías gigantescas de la impulsión de Altomira, que inaugura el trasvase Tajo-Segura llevando las aguas al depósito superior, que ya hemos visitado anteriormente. Parte de la electricidad generada por la presa se invierte en impulsar el agua hasta el depósito, que luego irá descendiendo sucesivamente hasta llegar al río Segura, en un auténtico, y a veces incomprendido, alarde de solidaridad territorial, que debería ser aplaudido -y agradecido por la parte receptora- sin paliativos.
Tubarros de la impulsión de Altomira

Llego a la coronación de la presa, donde encuentro varios pescadores tirando su caña sobre las aguas tranquilas de la confluencia del Tajo y el Guadiela. No hay mucho que rascar, me dice uno de ellos. Unos trabajadores de mantenimiento tienen cortado el camino al otro lado de la presa, así que tendré que volver por donde he venido no sin antes observar el lugar, aguas abajo.

Confluencia del Tajo y el Guadiela, qué serenidad

A la izquierda unos grandes tubos se introducen en la sala de turbinas de la central eléctrica, llevando el agua del embalse.

Central eléctrica
A la derecha examino el cauce del Tajo, algo medrado por el desvío de las aguas del Trasvase. Unos potentes tajamares, en forma de peine, conducen el agua de forma tranquila cuando se alivia la presa, dejando caer el agua del embalse al río.
Tajamares y cauce reseco
Vuelvo por donde he venido hasta alcanzar el puente sobre el Tajo. Su estructura de hierro roblonado me recuerda a los puentes diseñados por el estudio de Gustave Eiffel, que proliferan por toda España en infraestructuras ferroviarias e industriales. Por cierto, ya vimos uno en Fuentidueña, en una entrada anterior de esta misma serie. Precioso, como poco.
Maravilloso puente de hierro

Al otro lado del puente tiro a la derecha, para encontrar varios edificios curiosos. El primero, a la derecha, es un chalet blanco con cubierta a dos aguas; "contador de radioactividad corporal", reza una de las puertas ¿hay uranio por aquí? según el IGME sólo calizas y margas.

Chalet con Geiger, qué cosas

Más allá, una terraza sobre el río con aire de merendero: verde, fresco, sombreado por altos pinos negrales. Subo unas escaleras a la terraza superior, donde encuentro un cacharro con ruedas y engranajes, que parece una escultura objet-trouvé.

Parece un motor, o algo así

Más allá hay operarios trabajando que han cerrado el paso, así que vuelvo al puente y tiro por la calle que va pegada al río. Al poco encuentro un precioso palacete art-decó rodeado de pinos y palmeras, con una fuente en la entrada.

Palacete ¿para Alfonso XIII cuando inauguró la primera central?
Me fijo en el cuidadoso trabajo en piedra de dinteles, arcos escarzanos, aleros y recercados, así como la fundición en balcones, faroles y otros elementos. De primera categoría; no entiendo que este entorno histórico no sea Bien de Interés Cultural, la verdad. Y que tenga uso, por supuesto, ya que lo que no se usa se cae, indefectiblemente.

Qué bonito

Un poco más adelante encuentro otra casa, algo menos llamativa pero con un toque británico, con bow window y cubierta con mansardas. Una planta trepadora se aferra a la piedra como si no hubiera un mañana, dándole un toque muy Nathaniel Hawthorne, deliciosamente siniestro.

Diseñazo

Más allá un edificio con aspecto de estación de tren, con dos pórticos laterales. El pórtico que da a río está pintado de azul hasta media altura, lo que otorga un toque de color no visto en este poblado industrial.

Edificio tipo estación de tren

Después una visión inesperada en una zona del poblado tan fina, tan poco working class: un frontón -elemento arquetípico del rural castellano que apasionaría al mismísimo Jung- que pegaría más en la otra "acera" del río, bastante más proleta.

Frontón

Un poco más allá hay un par de edificios más sencillos, por lo que regreso observando el río. Por cierto, hermosa fuente con cabeza de león, se sale.

Bonita fuente

A la izquierda observo la carretera, que asciende hacia el pueblo de Sayatón. Entre las copas de los árboles diviso otro edificio, con lo que parece una cúpula con cruz. Allá voy, por el lado izquierdo de la carretera, que es como hay que ir.

Iglesia del poblado de Bolarque

Encuentro una pequeña iglesia de aspecto oriental, con planta de cruz griega que me recuerda a las iglesias ortodoxas de las islas del Egeo, aunque con arco geminado de entrada típico de las ermitas castellanas: un híbrido en toda regla, viva el mestizaje.

Ya he terminado con el poblado y con la exploración de hoy, regreso a por el coche y tiro hacia Sayatón. Justo antes de llegar al pueblo me fijo en un edificio extraño rodeado de paneles solares, a la izquierda. Cojo el camino hasta que llego al edificio.

La estación de Sayatón-Bolarque

Se trata de la antigua estación ferroviaria de Sayatón-Bolarque, perteneciente al extinto ferrocarril del Tajuña, una línea de tren que unía Madrid y Alocén. A través de la valla veo que el edificio, supuestamente público, se ha integrado en un parque solar probablemente privado, dejándose ver el edificio de viajeros y el muelle de carga.

Rodeo el parque buscando el Tajo y el puente de la vía del tren, que debe andar por aquí.

Lo que queda del puente ferroviario

Encuentro las dos pilas del puente, sin el tablero, y ni rastro de la vía, sumergida bajo los sembrados cerealistas.

A la derecha, sobre un cerro, el pueblo de Sayatón.

Sayatón

Terminamos esta ruta apasionante por un sector del Tajo que tiene de todo: naturaleza y paisajes preciosos, tremendas infraestructuras, arquitectura de la buena e, incluso, algún desmán urbanístico. No hay que perdérsela por nada del mundo.

Hasta la próxima.

CONTINUARÁ

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